Todo aquello que vemos, tanto alrededor nuestra como en nosotros, reproduce algo del otro mundo, proyecta de él una imagen invertida pero reconocible, exactamente como el efecto forma parte íntima de la causa eficiente. El recurso del espejo no es tan gratuito como parece: su forma redondeada lo religa al simbolismo del sol, reconocido como fuente de la luz, y como tal, símbolo de la divinidad.
El hombre de reflexión ve más bien el universo como una fortaleza de cristal. De una orilla a la otra de un tal universo, simpatías, afinidades, consonancias, correlaciones, se llaman, se interpelan, se responden, se corresponden. Hasta las menores de entre ellas, las criaturas son como las réplicas de los «principios», de las «simientes esenciales», de los «arquetipos».
Entre todas ellas, la Esencia se contempla y se reconoce a través de múltiples rejas y grados de irradiación. Estas son a la vez anamnesis de los principios, y su mimesis: «reminiscencia» en la medida en que las criaturas parecen haber guardado memoria de las realidades superiores,«imitación» en cuanto que las reproducen aquí abajo.
Espejos de roca o de éter, espejos de agua o de fuego, espejos de savia o de carne, no importa. En un mundo en el que lo Infinito se refleja bajo forma de indefinido, y este bajo forma de finito para dar lugar al espacio; en el que la Eternidad se refleja en una eviternidad, o eternidad temporal, que deviene ella misma duración para hacer advenir el tiempo; en el que la Indeterminación del Absoluto se concentra en luz antes de escindirse en claro y en oscuro, la superficie de las Aguas es y permanece ese «hogar tranquilo» que viene a golpear el Rayo celeste, y que permite a la potencia mirarse en el acto. Separando las «Aguas superiores» (las posibilidades informales) y las «Aguas inferiores» (las posibilidades formales),Yahvé no ha cometido el pecado de dualismo; él proyecta por el contrario abismos de mediación que hacen que lo Universal se reconozca en lo individual.
Nada los separa teóricamente, en primer lugar, mas que este fenómeno de refracción acompañado de un fenómeno de retracción: lo más grande en el mundo principial se encontrará reducido, miniaturizado, en el medio reflector. Lo mismo que la niña reproducida en la pupila.
Cualesquiera que sean sin embargo las imperfecciones del espejo y las del ojo humano, el espejo no deja de captar realidades que permanecen perfectamente reconocibles: más allá de la ilusión que ciertos denuncian a propósito de un mundo juzgado irreal, no es erróneo ver también en el mundo de los reflejos una alusión a otra cosa. En tanto en cuanto estos reflejos están implicados en la transmisión de las luces del otro lado, son ellos mismos, a pesar de todo, detentores de un cierto conocimiento, de una profundidad y de una sabiduría de segundo grado; ellos no reflejan solamente la naturaleza cosmológica, sino también la naturaleza humana y la naturaleza divina; ellos nos transmiten noticias de esos ámbitos.
La Kabala ofrece con sus cuatro Mundos otro ejemplo de espejos verticales. El Mundo de la Emanación (Azilut), el de los Arquetipos transcendentes, se refleja en el Mundo de la Creación (Beriah), el cual se refleja en el Mundo de la Formación (Yetsirah), que se refleja en el Mundo de la Acción (Assiah), receptáculo de los influjos precedentes. Cada uno reproduce en su seno las cualidades y las actividades de aquel que le precede, con una complejidad creciente a medida que se aleja de los más elevados. De Azilut, la potencia creadora, simbolizada por el Fuego, emana Beriah, la sutileza de las formas, simbolizada por el Aire, y su plasticidad; Beriah se encuentra reflejado a su vez en Yetsirah, la flexibilidad y la fluidez de estas formas, simbolizada por el Agua; representado también lo invisible y la omnipresencia divinas; Yetsirah se encuentra reflejada en Assiah, que expresa la estabilidad material, la substancia sólida simbolizada por la Tierra.
Estos diferentes niveles se repercuten aquí abajo en los reinos de la Naturaleza.
Solidificación última de la materia, el reino mineral reproduce en su inmovilidad la inmutabilidad principial. Así, la montaña, por su elevación, sugiere las altitudes del Espíritu, por su centralidad, el eje religando la Tierra al Cielo, por sus flancos escalonados, la escala de los estados múltiples del ser. Las nubes que disimulan su cumbre, sede de lo numinoso, recuerdan al mismo tiempo que Dios sueña los mundos, y que él es inaccesible.
El reino vegetal reflejará igualmente el despliegue cósmico. Conciliación de lo estable y de lo moviente, de la «amplitud» y de la «exaltación», se presenta también como un calco del Árbol de los Sefirot, él mismo recuerdo preciso de los cuatro Mundos, desde la cima -Kether, la Corona- hasta las raíces -Malkut, el Reino-, pasando por el tronco, -los Sefirots axiales-, y por las ramas, - los Sefirot laterales. Imagen de lo Divino, el árbol lo es también del hombre, de manera que estar ante un árbol es siempre, de una cierta manera, estar ante si mismo. Algo que el hombre extranjero a toda sacralidad ha olvidado, lo mismo que ha olvidado consecuentemente que abatir un árbol, es romper un espejo, y como consecuencia, la imagen que él reenvía (4). Dotado de consciencia, el reino animal se revela a su vez espejo de los planos superiores, más móvil seguramente, más enervado de vida que los precedentes. Los pájaros del aire reflejan a los Arcángeles del Mundo de la Creación (Beriah), como los peces del mar reflejan a los Angeles del Mundo de la Formación (Yetsirah). En los cuatro Vivientes de la visión de Ezequiel, retomada por el Apocalipsis, el Toro -la Tierra- refleja Assiah, lo mismo que el León -el Agua- refleja Yetsirah, el Aguila -el Aire-, Beriah- y el Hombre, Azilout.El cuerpo es, en el hombre, el reflejo terrestre del Cuerpo de Dios que es el universo material. La tradición hindú se esmera y consigue mejor que otras a establecer redes de correspondencias entre los órganos, los astros y los signos zodiacales. Con el sol, «ojo del mundo», simboliza el ojo, «sol (o lámpara) del cuerpo». La doble fase expiración-inspiracion reproduce por lo mismo la expansión y la reabsorción de los mundos, como la cuaternidad de las estaciones de la vida no deja de recordar la sucesión de las grandes Edades cósmicas.
La misma tradición hindú se destaca en la puesta en lugar de estas reciprocidades, por ejemplo, entre la tierra y los pies, soportes semejantemente materiales; entre las plantas y los pelos; entre los ríos y las arterias sutiles; entre el espacio intermediario donde se elaboran las formas, y el estómago, lugar de asimilación de los alimentos; entre la atmósfera de donde procede el soplo vital, y los pulmones; entre las direcciones espaciales y las orejas; entre el principio ígneo y la boca, sede del calor animador; entre los astros, -sol y luna- , y los ojos; entre las esferas luminosas y la cabeza, sede del cerebro.
El alma es, en el hombre, el reflejo líquido y aéreo del Espacio intermediario. Las «condiciones» de Atma en el ser humano recrean en él los tres mundos. Perteneciendo al primer nivel, el estado de vigilia (jâgarita) expresa la realidad corporal y tangible, mientras que el estado de sueño profundo (sushupta), estado «causal» e informal, sin imagen ni deseo, sumergido en la beatitud, expresa la realidad espiritual. El estado intermediario es el de sueño (svâpna), más específicamente ligado al alma, situada ella misma entre tierra y cielo humanos.
Una variedad de reflejo de un genero un poco insólito, pero que forma parte del ámbito del que hablamos, concierne lo que sicología de las profundidades llama «sincronicidad». Este fenómeno acausal, que se produce en el transcurso del análisis, es la coincidencia de un estado psíquico subjetivo y de un acontecimiento sobreviniente del exterior, en relación directa con esta estado. La sincronicidad tiene, ella también, derecho de aparecer como un espejo en el que dos datos, de naturaleza y de origen diferentes, y que nada predisponía a juntarse, se reenvían mutuamente su imagen para dar lugar a una convergencia significante. En una perspectiva vecina, la consulta del I Ching provee de forma semejante correspondencias entre el estado interior del consultante y el oráculo proveído.
Finalmente, el espíritu es, en el hombre, el reflejo ígneo del Cielo. Si el mental pertenece junto al alma al plano intermedio, el Intelecto agente es, en su aspecto creado, el reflejo del «Espíritu universal», principio trascendente, que ilumina el estado individual, no obstante que en su aspecto increado, refleja la Luz divina misma.Uno de los modos por excelencia de esta deificación es la invocación memorizante del Nombre divino. Así, la oración del corazón ofrece el ejemplo de un Nombre deificante, el de Jesucristo, que es él mismo reflejo indisociable de la Presencia divina, y ofrece el ejemplo de un invocante del Nombre, que deviene a su vez receptáculo y reflejo de ese Nombre-Presencia al cual él acabará además por identificarse.
En los más altos grados de la Mística, en el espejo del corazón, el amante y el Amado ya no serán más dos sino uno: solo Dios se refleja en el espejo, y el espejo mismo es Dios. Está aquí el fin de toda dualidad, pero también la extinción crepuscular de todo reflejo. Eckhart podrá decir de la fina punto del alma que ella «se contempla en el espejo de la Divinidad (...) En este espejo, la unión es hecha de identidad pura y simple».Jean Biès
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