lunes, 7 de abril de 2014

El Secreto de la Oración

esde la perspectiva de la Fisica Cuantica, toda realidad posible e imaginable coexiste simultaneamente en alguna forma; de modo que no hay NADA que podamos desear, que no exista ya en forma latente en el universo.
Visto de esta manera, cuando deseamos manifestar algo que no esta presente en nuestra experiencia de vida, llamese salud, amor, dinero, etc.; lo unico que tendriamos que hacer para traerlo a manifestacion (volverlo realidad), es  visualizarnos en medio de esa realidad, y SENTIR desde ella; es decir, sentirnos estar en ella como algo ya realizado, no como algo deseado a futuro, sino como una realidad AQUI Y AHORA. Esta manera de sentir desde esa realidad, genera en forma espontanea un profundo sentimiento de gratitud, al ver realizado nuestro anhelo; y es este sentimiento de profunda e intensa gratitud, el detonador final y el candado que traera a manifestacion aquello que deseamos.
Las traducciones modernas de la Biblia, nos transmiten una enseñanza del Maestro Jesus en estas palabras:
"En verdad, en verdad os digo, que todo cuanto pidiereis a mi Padre en mi nombre, os lo dara. Hasta ahora nada habeis pedido en mi nombre; pedid y recibireis, para que vuestro gozo sea cumplido" (Juan, 16; 23-24).
La version original, traducida del arameo, dice asi:
"Todo aquello que pidas directa y abiertamente... en mi nombre, te sera concedido. Hasta ahora no lo has hecho. Pide sin un motivo oculto y seras rodeado por la respuesta. Dejate envolver por lo que deseas, que tu jubilo sea completo".
Es necesario entender que si nuestra realidad no ha sido de nuestro agrado, necesitamos cambiar ese sentimiento y sentir gratitud por todo lo que existe; por lo que es y lo que ha sido; pues no es bueno ni es malo; es solo enseñanza para crecimiento.
La siguiente narracion de un pasaje del libro "El Efecto Isaias", de Gregg Braden, ilustra magnificamente este principio y la forma correcta y efectiva de orar. Es algo largo, pero bien vale la pena tomarse el tiempo para leerlo:
*LA ORACIÓN DE** DAVID*

Estiré la mano por encima del hombro para alcanzar una botella de agua
fresca de mi mochila. Eran sólo las once de la mañana y el alto sol del
desierto ya había penetrado el grueso nailon, eliminando cualquier
resquicio de frescor de la botella. Durante semanas nos habían estado
avisando de que estaban prohibidas las fogatas y quemar basuras. Incluso
lanzar un cigarrillo desde la ventana de un vehículo en marcha podía
suponer una cuantiosa multa. Este era el tercer año de sequía en el
desierto del sudoeste de Estados Unidos. Aunque era una época de climas
extremos en todas partes, parecía que las montañas del norte de Nuevo
México estaban espe­cialmente afectadas, las pistas de esquí no habían
abierto ese año, y el río Grande se había reducido a un hilo antes de
fusionarse con el río Rojo cerca de Questa.

Al coger la reblandecida botella de plástico para abrirla, se me derramó un
poco de agua alrededor del tapón. Observé fascinado cómo el agua salpicaba
el suelo. La superficie estaba tan reseca que las gotas se fusionaban
formando un charquito antes de rodar al interior de una pequeña depresión
cercana. Incluso dentro de ese hoyo superficial, no se difuminaron y
absorbieron en la tierra. Para mi sorpresa, todo el charquito se evaporó en
cuestión de segundos.
-La tierra tiene demasiada sed para beber -me dijo David suavemente desde
detrás.
-¿Has visto antes una sequía como ésta? -le pregunté.
-Los ancianos dicen que hace más de cien años que las lluvias no nos
dejaban durante tanto tiempo -respondió David-. Esta es la razón por la que
hemos venido a este lugar, para invocar a la lluvia.

Hacía años que conocía a David; de hecho, desde antes de tras­ladarme al
elevado desierto del norte de Santa Fe. Los dos había­mos emprendido un
viaje sagrado alejándonos de nuestros hoga­res, familias y seres queridos.
Su gente llamaba a estos viajes la «búsqueda de la visión». Para mí suponía
la oportunidad de escaparme de mis compromisos corporativos y estar en
contacto con la tierra durante mi etapa periódica de reflexión sobre mi
propósito y rumbo en la vida. A los cinco meses de habernos conocido, me
fui a vivir a las montañas que había visitado para estar en soledad. Aunque
David y yo rara vez nos veíamos, cuando lo hacíamos era como si hubiéramos
estado hablando el día anterior. Nunca había ninguna sensación de extrañeza
o necesidad de disculparnos por nuestra falta de contacto. Los dos sabíamos
que teníamos que dar prioridad a las cosas de nuestra vida que nos exigía
nuestra atención. En ese momento estábamos juntos, compartiendo una tórrida
mañana de verano en el desierto.

Tras un largo trago de mi botella caliente, me levanté y empecé a caminar
hacia David. Él estaba a unos veinte pasos por delante. Le seguía por un
camino invisible que sólo él podía ver. Nuestra marcha se hacía más rápida
a medida que nos abríamos paso por densos matorrales de salvia y chamico
que llegaban a la altura de las rodillas. Miré el suelo que tenía delante.
Cada uno de mis pasos levantaba una pequeña nube de polvo que desaparecía
en la tórrida y seca brisa. Detrás no quedaba ni rastro del camino que
estábamos creando. David sabía exactamente adónde íbamos; era un lugar
conocido por su familia y antepasados durante muchas generacio­nes. Año
tras año acudían a ese lugar en busca de la visión, para realizar sus ritos
de paso, y en ocasiones especiales como hoy.
-Allí -dijo David. Miré hacia donde estaba apuntando. Tenía el mismo
aspecto que los otros miles de hectáreas de salvia, junípero y pino que nos
rodeaban en el valle.
-¿Dónde? -pregunté.
-Allí, donde cambia la tierra -respondió David.

Miré detenidamente, estudiando el paisaje. Revisé la parte superior de la
vegetación, mis ojos buscaban irregularidades en el espacio y en el color.
De pronto saltó a la vista, como una imagen oculta en uno de esos gráficos
tridimensionales que disfrazan una imagen entre los puntos. Miré más de
cerca y vi que las puntas de los arbustos de salvia tenían una distribución
diferente. Al dirigir­nos hacia la aparente anomalía, pude ver algo en el
suelo, algo grande e inesperado. Me detuve para colocarme a la sombra que
creaba mi propio cuerpo, y entonces pude ver una serie de piedras, hermosas
y de todo tipo, organizadas para formar perfectas líneas y círculos
geométricos. Cada piedra estaba exactamente situada, revelando la precisión
con la que las antiguas manos las habían colocado cientos de años antes.

¿Qué es este lugar? -le pregunté a David-. ¿Por qué está aquí, en medio de
la nada?
-Esta es la razón por la que hemos venido -dijo riendo- por esto, lo que tú
llamas «nada», es por lo que estamos aquí. Hoy sólo estamos tú y yo, la
tierra, el cielo y nuestro Creador. Eso es todo. Aquí no hay nada más. Hoy
nos pondremos en contacto con las fuerzas invisibles de este mundo;
hablaremos con la Madre Tierra, con el Padre Cielo y con los mensajeros que
están entre medio.
»Hoy rezaremos lluvia -dijo David.

Siempre me sorprende la rapidez con la que los viejos recuer­dos pueden
inundar el presente. Al igual que me sorprende lo pronto que se desvanecen.
Al momento, mi mente buscó las imá­genes de lo que esperaba que iba a
suceder a continuación. Recor­dé las escenas de oración que me eran
familiares. Recordaba haber ido a los pueblos vecinos y ver a los nativos
ataviados con prendas de su tierra. Recuerdo haberlos estudiado mientras se
movían rít­micamente al son de los mazos de madera con los que percutían
los tambores de cuero de alce tensado sobre marcos de pino. Sin embargo,
ningún recuerdo de mi mente podía prepararme para lo que iba a presenciar.

-El círculo de piedra es una rueda de medicina -me explicó David-. Que
nosotros recordemos, siempre ha estado aquí. La rueda no tiene poder en sí
misma. Sirve como objeto de concentración para invocar la oración. Puedes
verlo como un mapa de carreteras.
Yo debía de haber puesto cara de perplejidad. Por lo que David se adelantó
a mi pregunta y la respondió antes de que hubiera aca­bado de formularla en
mi mente.
-Un mapa entre los seres humanos y las fuerzas de este mundo -dijo
respondiendo a la pregunta que todavía no había formulado-. El mapa fue
creado aquí, porque en este lugar las pieles de ambos mundos son muy finas.
Cuando yo era un niño me enseñaron el lenguaje de este mapa. Hoy recorreré
un antiguo camino que conduce a otros mundos. Desde esos mundos, hablaré
con las fuerzas de esta tierra, para hacer lo que hemos venido a hacer.
Invitar a la lluvia.

Observé cómo David se sacaba los zapatos. Hasta la forma en que se desataba
los lazos de sus viejas botas de trabajo era una oración, metódica,
intencionada y sagrada. Con sus pies descalzos sobre la tierra, se dio la
vuelta y se apartó de mí en dirección al círculo. Sin emitir sonido alguno
recorría su camino alrededor de la rueda, con sumo cuidado para respetar la
colocación de cada una de las piedras. Con veneración hacia sus
antepasados, colocó sus desnudos pies sobre la tierra agrietada. En cada
paso, los dedos de sus pies se acercaban a menos de un centímetro de las
piedras exteriores. Ni una sola vez las tocó. Cada piedra se quedó justo en
el mismo sitio donde otras manos, de una generación hace mucho tiempo
desaparecida, las habían colocado.

Mientras circundaba el contorno más lejano del círculo, David se giró,
permitiéndome ver su rostro. Para mi sorpresa, sus ojos estaban cerrados.
Habían esta­do así todo el tiempo. ¡Estaba venerando una a una la posición
de cada piedra blanca y redonda sintiéndolas mediante la posición de sus
pies! David regresó al lugar más cercano a mí y colocó sus manos en
posición de oración delante de su cara. Su respiración era casi
imperceptible. Parecía no enterarse del calor del sol del mediodía. Tras
unos breves segundos en esta posición, respiró profundamente, relajó la
postura y se giró hacia mí.
-Vámonos, aquí ya hemos terminado -dijo mirándome directamente.
-¿Ya? -pregunté un poco sorprendido. Parecía como si aca­báramos de
llegar-. Pensé que íbamos a rezar para invocar a la lluvia.
David se sentó en el suelo para ponerse de nuevo los zapatos. Me miró y
sonrió.
-No, yo te dije que «rezaría lluvia» -respondió-. Si hubiera rezado
para "invocar" a la lluvia, nunca podría suceder.

Por la tarde cambió el tiempo. La lluvia empezó de repente, con unos pocos
sonidos sordos sobre la tierra que estaba en direc­ción a las montañas del
este. En cuestión de minutos las gotas se fueron haciendo más grandes y más
frecuentes, hasta que se decla­ró una tormenta con todas las de la ley.
Enormes nubes negras cubrían el valle, oscureciendo las montañas de
Colorado por el norte durante el resto de la tarde. El agua se acumulaba
con tanta rapidez que la tierra no la podía absorber, y al cabo de poco
tiem­po empezaron los temores a las inundaciones. Miré los 18 kilóme­tros
de salvia que había entre donde me encontraba yo y la cadena montañosa al
este. El valle parecía un inmenso lago.

A última hora de la tarde, miré la previsión meteorológica de las
estaciones locales. Aunque no estaba sorprendido, recuerdo haber sentido
admiración mientras los mapas del tiempo colorea­dos parpadeaban en la
pantalla. Las flechas animadas indicaban el típico patrón de aire frío y
húmedo que descendía formando un ángulo desde la región Noroeste del
Pacífico, atravesaba Utah y entraba en Colorado, como solía hacer en los
meses de verano. Luego, inexplicablemente, la corriente cambió su curso e
hizo algo excepcional. Observaba, sorprendido, cómo la masa de aire se
adentraba con precisión en el sur de Colorado y norte de Nuevo México antes
de formar un cerrado bucle para cambiar de direc­ción y regresar al norte,
reanudando su camino a través de la región Central.

Con ese descenso se convertía en un frente de baja presión y aire frío que
se mezclaría con el aire caliente y húmedo que ascendía del Golfo de
México, la receta perfecta para la lluvia. Por las previsiones del tiempo,
parecía que iba a llover y bastante. Llamé a David a la mañana siguiente.
-¡Qué desastre! -exclamé-. Las carreteras han desapareci­do. Las casas y
los campos están inundados. ¿Qué ha sucedido? ¿Cómo explicas toda esta
lluvia?
La voz al otro lado de la línea permaneció en silencio durante unos
segundos.
-Ese es el problema -dijo David-. ¡Esta es la parte de la oración que
todavía no he comprendido!

A la mañana siguiente, la tierra ya estaba lo bastante húmeda para aceptar
más agua. Me monté en el coche y atravesé varios Pueblos en dirección a la
ciudad más cercana. La gente estaba exta­siada contemplando la lluvia. Los
niños jugaban en el barro. Los granjeros estaban en las ferreterías y
tiendas de ultramarinos, ocupándose de sus negocios de ganadería y
agricultura. Las cosechas habían sufrido un daño mínimo. El ganado tenía
agua en sus estan­ques y parecía como si el norte de Nuevo México hubiera
superado la tristeza de la sequía, al menos en lo que quedaba de verano.

*GRATITUD: RESPIRAR LA VIDA EN NUESTRAS ORACIONES*

La historia de David ilustra perfectamente el funcionamiento interno de un
modo de oración olvidado por nuestra cultura hace casi dos mil años. Tras
su breve ceremonia dentro del círculo de la medicina, David me había mirado
y dicho simplemente: «Vámo­nos, aquí ya hemos terminado nuestro trabajo».
El resto del tiempo que estuve con David ese día, ahora tiene mucho más
sentido e importancia.
Ya sé lo que significaba la respuesta de David «he venido a rezar lluvia».
El resto de la historia quizá sea mejor contarla con sus propias palabras.

-Cuando era joven -dijo-, nuestros mayores me transmitieron El Secreto de la Oración. El secreto es que cuando pedimos algo, estamos reconociendo que no lo tenemos. Seguir pidiendo sólo aumenta el poder de lo que nunca sucederá.
« El camino entre el ser humano y las fuerzas de este mundo empiezan en nuestro corazón. Es allí donde nuestro mundo de los sentimientos se une con el de nuestro pensamientos ». En mi ora­ción, empecé con un sentimiento de gratitud por todo lo que existe y por todo lo que ha sucedido. Di gracias al viento del desierto, al calor y a la sequía, pues hasta ahora así es como ha sido. No es bueno. No es malo. Ha sido nuestra medicina.»


Luego he escogido otra medicina. Empecé a sentir lluvia. Sentí la lluvia
cayendo sobre mi cuerpo. De pie en el círculo de piedra, imaginé que estaba
en la plaza de nuestro pueblo, descalzo bajo la lluvia. Sentí la sensación
de la tierra húmeda que rezumaba entre los dedos de mis pies. Olí el olor
de la lluvia en las paredes de paja y barro de las casas de nuestro pueblo
después de las tor­mentas. Sentí la sensación de caminar por los campos de
maíz que crecía hasta la altura de mi pecho debido a la generosidad de las
lluvias.

Los ancianos nos recuerdan que así es como elegimos nues­tro camino en este
mundo. Primero hemos de tener el sentimiento de lo que deseamos
experimentar. Así es como plantamos las semi­llas para un nuevo camino. De
ahí en adelante -prosiguió David- nuestra oración se convierte en una
acción de gracias.
-¿Gracias? ¿Quieres decir gracias por lo que hemos creado?
-No, no por lo que hemos creado --respondió David – la creación ya esta
completa. Nuestra oración se convierte en una oración de gracias por la *
oportunidad de elegir que creación vamos a experimentar. Mediante
nuestro agradecimiento, veneramos to­das las posibilidades y atraemos a
nuestro mundo aquellas que deseamos.

De este modo, con las palabras de su pueblo, David había compartido conmigo
el secreto de entrar en comunión con las fuerzas de nuestro mundo y
nuestros cuerpos. Aunque había escu­chado y comprendido lo que me había
dicho, sus palabras todavía son más significativas para mí hoy en día.

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